«A mediados de julio de 1968, acerté a conocer por primera vez a Maria Zambrano o, lo que vino a ser lo mismo, a bienquererla, a necesitarla en extremo y a empeñarme, de paso en darla a oír. Fue una tarde marcada por la cordialidad y el asombro. Y con algo de representación casi desvaida; no sólo ahora, al evocarla, sino desde siempre: ya aquella misma noche, pues que no se me iba del pensamiento, y, bien mirado, nada más llegar, mientras todo allí sucedía con naturalidad no subrayada, sin prisa alguna, aunque, eso sí, con varios sobresaltos o que a mí, joven veinteañero, me resultaron tales y hoy compruebo que se conservan en parecido estado de consideración.»