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Tralk, Georg
Georg Trakl -el Hölderlin del siglo XX, como lo llamó R. Modern- nació el 3 de febrero de 1887, en Salzburgo, y murió de sobredosis tras la batalla de Grodek, en 1914. Pese a su temprana desaparición, dejó tras de sí una no muy abundante pero sí fundamental producción literaria que le ha convertido en uno de los nombres capitales de la poesía europea del siglo XX. En 1913, uno de los años de mayor y más frenética actividad creativa de Trakl, Kurt Wolff, que había descubierto al joven poeta en las páginas de Der Brenner, le ofrece la primera oportunidad de publicar un libro: Gedichte (Poemas), incluido ese mismo año en la colección Der jüngste Tag. Neue Dichtungen. Un año más tarde entrega a Kurt Wolff el manuscrito de lo que sería su segundo libro, Sebastian im Traum (Sebastian en sueños), apareciendo después de su muerte, en 1915, aunque con pie de imprenta en 1914.
La poesía, para Trakl, es un reducto desde el que buscar soluciones para problemas sin solución. No se trata de construir con ella paraísos artificiales como los conseguidos por el opio o la cocaína, sino más bien de transitar por visiones conscientes conscientemente elaboradas en las que se busca una perfección imposible y, paralelamente, se muestra su imposibilidad. No es de extrañar, pues, que desde sus poemas juveniles -publicados póstumamente en un tomo, Aus goldenem Kelch (Del cáliz dorado)- hasta su obra de madurez sea posible rastrear una seria de motivos, imágenes, vocabulario recreativos, que una y otra vez reaparecen, poema tras poema, y no precisamente como recurrencias formales, sino como un modo de delimitar un espacio de expresión para una interioridad que no encuentra forma alternativa de manifestarse. El silencio es una condición necesaria para permitir la emergencia de la palabra, pero el silencio -como más tarde lo será para Beckett- es para Trakl un ir dando rodeos en torno al ruido del mundo que lo contiene para permitirle salir. Su lenguaje es parte de lo que podríamos denominar un discurso privado, obligado a decirse con la banalidad que constituyen las palabras de la tribu, pero consciente de que sólo vaciándolo, por su misma reiteración, de su valor referencial, podrá construir ese lugar otro donde hacerse presente. La poesía para Trakl no sólo crea y revela el mundo sino que es, a la vez, un modo de expiación y purificación. Limpiando el lenguaje de las adherencias y los ruidos de una civilización que se derrumba, el trabajo del poeta es, por ello, para Trakl, una labor de recuperación de lo esencial del mundo, fuera de las impurezas y del desgaste a que nos somete la realidad circundante. Trakl no cree, sin embargo, en la posibilidad de conseguir lo que pretende. Limpiar el lenguaje de adherencias es, a la vez, necesario y fatal porque nos libera, pero nos condena también a la soledad y a la incomunicación. No la incomunicación de lo incomunicado, sino de lo incomunicable. Por eso sus poemas están atravesados de imágenes que certifican lo incomprensible del mundo: más que remitir a sus aspectos concretos y describibles, crean una atmósfera, ambigua y nebulosa, donde imaginarlos.
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